Desde la mañana se preveía que el mundo auriazul estallaría de pasión por ese grupo de heroicos jugadores xeneizes que, con la Copa Europeo-Sudamericana entre sus manos, arribaría a nuestro país desde Japón. Los últimos tramos de la autopista Riccheri, que conduce al aeropuerto internacional de Ezeiza, comenzaron a teñirse de azul y oro cerca de las 10.30, y la pasión se extendería durante toda la tarde; el calor boquense sólo se apagó cuando se fue el sol y dejó paso a un saldo de euforia desbordante, un impresionante caos vehicular y la tragedia de dos muertes como mancha irreparable.
El aviso de que el vuelo 8640 de Varig proveniente de San Pablo -donde el plantel hizo la última escala- se encontraba demorado, generó los primeros gestos de ansiedad. Fuera del aeropuerto, cada vez había más y más gente... El sol apretaba; los sonidos de la cumbia se oían en cada parlante de los vehículos; los hinchas que luego del mediodía habían podido vulnerar el filtro policial en la autopista Riccheri se desesperaban por adivinar cuál portón saldría el ómnibus de Boca Juniors: por el principal, el del Barrio 1 o el del Centro Técnico de Mantenimiento de Aerolíneas Argentinas, estos dos últimos, en las afueras del predio.
Los fieles boquenses se guiaban por los movimientos de los motociclistas de la Gendarmería. "No sé nada", respondían cuando se les imploraba una pista sobre el paradero del plantel xeneize. La música tropical se reemplazó por los informativos radiales, en busca de alguna precisión. Pero nadie sabía nada... porque los periodistas les preguntaban a los mismos uniformados sobre ruedas que sembraban tanta incertidumbre entre la gente. A estas alturas, los miles y miles de hinchas de Boca que esperaban en la Riccheri desbordaban todo tipo de control -bastante pobre, por cierto-; y armaban una especie de piquete gigante, incomparable.
A las 13.15, una eufórica voz anunció: "¡Llegaron! ¡Llegaron los campeones!" Todos los jugadores, disfrazados con kimonos blancos y vinchas con los colores de la bandera japonesa, pisaron el suelo argentino. Los empleados del aeropuerto abandonaron sus puestos y aprovecharon para sacarse fotos con los futbolistas, que estaban cansados, pero felices por la gran expectativa generada.
"En este momento se puede pasar cualquier cosa por la aduana", bromearon. Mientras tanto, en la Riccheri y frente a la esperada novedad, la fiesta se desató. Los ingresos en el aeropuerto se abarrotaron, y los vuelos que estaban por aterrizar pagaron los platos rotos con demoras.
Una hora después de su arribo a la más que nunca revolucionada estación aérea, el interno 5330 de la empresa Flecha Bus, pintado de azul y oro y con inscripciones como "Gracias campeones mundiales" en el frente, enfrentó la pasión popular en la calle. Fue allí cuando el plantel xeneize comenzó a tomar real noción del título conquistado en Yokohama, frente a Milan. En la figura de Carlitos Tevez, que abrazaba una de las copas en el primer asiento del ómnibus multicolor, rebotaban todos los flashes. Los fuegos artificiales estallaban cada vez más fuerte, a cada paso.
Entre tanta euforia desatada, no faltaron los punguistas, que cruzaban peligrosamente entre los automóviles. Incluso, abrieron la baulera del ómnibus que trasladaba al plantel campeón y sacaron tres bolsos. "Por suerte, se bajó Cascini, y hablando, los pudo recuperar", contó más tarde el utilero Carlos Capella.
Luego de varios intentos por lograr la ruta más adecuada, el ómnibus auriazul enfiló de contramano por Riccheri hasta la casilla de la seguridad vial. Una vez allí, empleados de la autovía Sur desprendieron un sector del guard-rail para que el ómnibus se cruzara a la mano correcta. La marea de gente generó que el movimiento de los ve-hículos fuera a paso de hombre; superar los 10 kilómetros por hora era una utopía.
En la caravana xeneize no hubo solo festejos: a la altura del kilómetro 17,5 de la autopista, dos personas, entre ellas, un chico de siete años, murieron y otras tres resultaron heridas al ser atropelladas por un vehículo (ver pág. 4).
El traslado se hizo interminable: tres horas después de la salida del aeropuerto, a las 17.10, el grupo más exitoso del mundo bajó por la autopista, para luego ir por la avenida 9 de Julio. En el centro porteño estaba todo semiorganizado. Algunos muchachos que parecieron no haber dormido desde la final de Boca con Real Madrid, en 2000, intentaban controlar el tránsito, pero no había caso. Chicos pitucos y no tanto; mujeres producidas y no tanto. Por ahí iban Gabriela y Marcela (en realidad se llaman Roberto y Juan Cruz), dos travestis enormes, que bien podrían pararse en cualquier paravalancha; llevaban a su perrito Kiko, un caniche diminuto con la camiseta de Boca. Todo era un descontrol.
Varias avenidas porteñas se bloquearon (ver pág. 4). Todos demostraban su afecto para los gladiadores xeneizes. Y la fiesta continuaba. Casi cinco horas después llegaron a la Boca recibidos por las sirenas de las autobombas, se acercaron a La Bombonera, entraron, vieron a sus familias de paso y dieron la enésima vuelta olímpica con la Copa Europeo-Sudamericana como testigo. Estaban viviendo el festejo más grande del fútbol argentino de los últimos 15 años y no podrán olvidarlo jamás.
Por S. Torok y H. Finessi
fuente: LA NACION,17/12/2003